domingo, 13 de abril de 2014

La carta

Amanda tenía apenas ocho años pero ya era una ávida lectora, a su manera. Leía todo lo que caía en sus manos y no solo repetía en su cabeza o con su lengua los fonemas que se iba encontrando sino que pensaba y elaboraba significados, no siempre ajustados a la intención del escritor. Esta afición por la lectura la hacía solitaria, pues los demás niños no la entendían: ¡le gusta las cosas de los mayores! ¡qué aburrido! Debía ser un bicho raro, sin duda.

Amanda, en sus rastreos solitarios en busca de una presa que leer, se encontró con una vieja carta, escrita con una letra bellísima y sin ningún tachón. Era tan bonita su caligrafía y presentación que no pudo contener el deseo de guardársela para ella y esconderla con sus tesoros.

Una tarde, cuando apenas había nadie en la casa, se atrevió a sacar la carta y leerla. Decía así:

Querida Amanda:

Te escribo esta carta con las postreras fuerzas de mi aliento, pues siento que el Señor me llama a su vera y aquí ya no soy de menester. Te preguntarás que cómo sabía que ibas a encontrar la carta sin saber yo de tu existencia. Muy sencillo, no lo sé, pero creo que cada vez que arrojamos un guijarro al universo, las pequeñas olas que levanta alteran su destino y, a veces, deseando podemos dar luz a lo deseado.

Las mujeres no tenemos la suerte de nuestros varones, que a lomos de sus monturas o en carrozas pueden viajar por esos mundos y conocer maravillas, bien al vivirlas ellos mismos, bien al oírlas narrar a gentes extrañas. Pero si te cae en dicha, como a una servidora, nacer entre muros de palacios, podrás escaparte por las ventanas más grandes que jamás se hayan construido - los libros - y viajar por el más rápido y cómodo de los caminos - la lectura. De la realidad solo percibimos una diminuta parte. Una buena biblioteca condensa lo mejor de las percepciones que los humanos más capaces han tenido. A veces pienso que no hay vida más vacía que la del que se dedica en cuerpo y alma a vivir.

Te escribo esta carta para advertirte del gélido vacío de la vida sensual. Los sentidos son fuentes de placer y martirio pero así como la mente espolea lo primero, también mitiga lo segundo. El miedo y el dolor menguan con el saber. El gusto se afina con él.

Entre estos muros ricamente vestidos con tapices lo fácil es entregarse a Baco y Eros y acabar tus días horrorizada por los estragos de Cronos, que con su fuerza ara nuestra piel y con su hoz nos castra la fortaleza. Pero por suerte, igual de fácil es dedicar gran parte de tu tiempo a adornar tus entendederas, fortalecer tu raciocinio, agilizar tu imaginación, porque entre estos muros además de bodegas, salas de danza y ministriles hay librerías, rincones silenciosos y maestros.

Porque se que entre nosotros son mayoría los que de palabra elogian y recomiendan el estudio pero sus hechos y ejemplo nos hablan solo de vacua diversión, reservándose, si acaso, para lo excelso solo como contemplador,  te escribo esta carta con la esperanza de que ilumine para ti la vereda que te guiará al mayor de los tesoros que alberga el Universo: el conocimiento.

Tuya para siempre, Amanda.

Amanda apenas entendió nada de su contenido pero las palabras le sonaron a revelación divina que anunciaba la venida de grandes acontecimientos. Su casa no era un castillo pero si tenía una gran biblioteca, lo que según su madre resultaba un lujo demasiado caro. Por lo visto a los libros se los come el polvo y eso cuesta mucho dinero evitarlo. Además, cuando hay que mudarse nada estorba más que una buena colección de libros. El saber no solo ocupa lugar sino que además pesa.

Amanda no sabía si preguntarle a su madre qué quería decir la carta, porque no estaba segura de que en verdad fuese para ella. Su madre también se llamaba Amanda. Y su abuela materna ¿Serían todas las mujeres de la familia de su madre Amandas?

Un día, cuando la curiosidad ya le estaba matando, Amanda se armó de valor y le enseñó la carta a su madre.

- ¡Ajáh!  Conque la tenías tú, pillina.

- Si, Mami, me la encontré en... dudó un instante por no confesar que estaba hurgando entre sus cosas.

- Se perfectamente dónde te la encontraste, porque yo la dejé allí para que lo hicieses.

- ¿De verdad, Mami?

- Si. Es ya una tradición familiar desde que la tataranosequéabuela Amanda la escribiese. Ahora ya es tuya y a partir de ahora es tu responsabilidad que esa carta siga dando frutos.

¿Responsabilidad? ¿Frutos? ¿Una carta? Amanda se quedó más desconcertada que antes de la conversación pero al menos una cosa le había quedado claro: la carta ya era suya.

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